FERNANDO DE LAREDO
POEMA EN DOS CANTOS, POR DON JOSÉ VELARDE
No he podido asistir a la velada
poética que el señor Velarde ha dado no hace muchos días en el Ateneo; aquella
noche estuve en el teatro Real a escuchar al señor Ortisi. Buena voz, pastosa, extensa,
bien timbrada. A pesar de eso el señor Ortisi no alcanza éxitos muy lisonjeros;
el público se empeña en que reine un silencio discreto a continuación de la
última nota que sale de su garganta. Si las cosas continúan de ese modo, creo
que el señor Ortisi se va a ver en la precisión de suplicar al señor Sánchez
Moguel que le presente en el Ateneo y le haga cantar una noche en el salón de
sesiones, a fin de que alguna vez siquiera reciba su brillante talento el
fervoroso aplauso que merece.
No es posible figurarse hasta que
punto mejoran los artistas al pasar por el Ateneo de Madrid. Les acaece lo
mismo que a los vinos después que han atravesado el mar. Y si no, ahí tienen
ustedes al señor Velarde, que es un ejemplo bien claro de lo que afirmo. El señor
Velarde antes de leer en el Ateneo, había ya publicado muchas poesías, que no
lograron darle a conocer como un poeta eminente; más tarde se leyó por el señor
Calvo, en el teatro Español, uno de sus poemas titulado
Meditación ante unas ruinas, y el público lo dejo leer
resignadamente a condición de que no se le mostrase nuevamente; pocos días
después, el señor Revilla manifestó en
El
Globo que el tal poema era una producción endeble e insignificante. Y así
quedaron las cosas. Mas he aquí que al cabo de bastante tiempo sube el señor
Velarde a la tribuna del Ateneo para leer aquel mismo asendereado poema, y
(¡caso memorable!) los versos que el público y la crítica habían hallado pobres
y anodinos se transformaron por arte mágico en soberbios, sublimes, asombrosos,
dignos de Homero.
Los señores socios allí
congregados aplaudieron, trémulos y delirantes, las magníficas estrofas que
iban fluyendo de los labios del joven poeta. La prensa al día siguiente,
reflejando fielmente la profunda impresión de los señores socios, anunció a
todos los súbitos españoles que tenían un nuevo poeta para endulzar las amarguras que los
crecientes recargos de la contribución territorial les produjesen. No hay más
remedio que confesar que es un caso raro, inaudito; pero por mucho que repugne
a la razón y al sentido común, contra el hecho positivo, tangible, no vale
argumento de ninguna clase. Y el hecho positivo, innegables, es que el poema
del Sr. Velarde, en el espacio que mediara entre la lectura del teatro Español
y la del Ateneo, había adquirido los requisitos que señalan para un buen poema,
y que antes no tenía; argumento interesante, novedad en la forma, profundidad
en el pensamiento, ideas brillantes y originales, etc., etc. Desde entonces, la
gloria del señor Velarde se va dilatando como la onda, merced a los impulsos
que periódicamente le suministran las veladas poéticas del Ateneo.
En la última, el Sr. Velarde leyó
un poema en dos cantos, titulado Fernando
de Laredo, del cual voy a dar cuenta en breves términos. Antes debo confesar
que es el mejor, a mi juicio, de los que el Sr. Velarde ha escrito hasta ahora.
Por más que se revele en él todavía el poeta adocenado, no cabe duda que, dentro
de la imitación del Sr. Nuñez de Arce, consiguió el Sr. Velarde señalar algunos
toque enérgicos, que le acreditan como un pintor distinguido de la Naturaleza,
y como un versificador fluido y elegante.
En el primer canto describe el
poeta las ansias y las cavilaciones de un mancebo que desea apartarse de los
sitios donde su infancia se deslizó risueña, y donde gozaba una vida dulce al
lado de su madre. Este joven, que se llama Fernando de Laredo, inmediatamente
después de maldecir de su suerte como un desesperado, hace una visita a su
novia, y se despide. Y termina el canto primero.
En el segundo, pinta el Sr.
Velarde la llegada a su pueblo de Fernando, cansado del mundo y de sus pomas y
vanidades, pobre, viejo y quebrado. Pregunta por su casa, y había desaparecido;
su novia se había casado y tenía un niño muy guapo; su madre ya estaba muerta. Arrepentido
de haber abandonado la vida tranquila de su hogar por los placeres efímeros del
mundo, llora Fernando su error y se va al cementerio donde reposa su madre, y
muere.
Como se advierte, el argumento
del poema es de una materia tan sutil, que solo los ojos muy perspicaces y
avezados a contemplar argumento lograran percibirlos. No le hago cargos al Sr.
Velarde porque emplee argumentos sencillos, aunque bien pudiera hacérselos,
porque la sencillez no está reñida con los intereses dramáticos. Sencillos son
los argumentos de las leyendas de Zorrilla, y sin embargo, no es posible que
haya nada más interesante y hermoso. Además, en la sencillez es necesario
establecer diferencias.
La sencillez que proviene de una
fantasía rica y poderosa, la cual desecha las complicaciones estériles porque
la apartan del pensamiento que aspiran a presentar con el mayor relieve
posible, no es lo mismo que la que se deriva de una imaginación pobre y
anémica, impotente en absoluto para crear, de la misma suerte que nada tiene que
ver la sobriedad de los hombres robustos con la que procede de poseer un
estomago débil o enfermizo. No censuro, pues, el argumento del poema Fernando de Laredo por sencillo, sino
por insignificante, vulgar y pueril. Me ha recordado los argumentos de la
leyendas que se fraguan en las cátedras de Retórica y Poética por encargo del
profesor.
Pero en esto convienen los
admiradores del Sr. Velarde, y no hay para que insistir en ello. En cambio
dicen que sus descripciones son portentosas, y que los poemas ha de
considerarse como pretexto para ellas y nada más. En verdad que el enemigo más
encarnizado del Sr. Velarde, no podría decir cosa que más le vejase. ¡Un poema
pretexto para unas cuantas descripciones! Yo siempre tuve entendido que las
descripciones servían en los poemas como auxiliares del argumento, bien para
hacernos comprender por los rasgos personales el el temperamento y hasta el
carácter de un personaje, o ya para presentar oportunamente a los ojos del
lector el escenario donde los acontecimientos se efectúan, que tanta influencia
suele ejercer en ellos por la estrecha dependencia en que el hombre vive
respecto de la Naturaleza. Por lo visto, los poemas del Sr. Velarde son
distintos a todos los demás, y no hay que pedir en ellos más que puestas de sol,
tempestades, auroras, y en general efectos meteorológicos.
Pero aún en el terreno de las descripciones
es preciso decir cosas desagradables al Sr. Velarde. Se advierte en la mayor
parte de sus descripciones, que no son tomadas de la Naturaleza, sino de otras
que han pasado a ser lugares comunes poéticos, donde los aprendices de genio
suelen beber su inspiración. Semejan además catálogos o inventarios donde se
van enumerando en versos los objetos que hay en una iglesia, en una calle etc.,
etc.: falta en ellas la unidad que debe comunicarles la percepción instantánea
, ayudada por el esfuerzo de la fantasía. Y la prueba de que falta esta unidad
es que las descripciones del Sr. Velarde pueden volverse del revés (como ha
hecho ya con alguna un distinguido crítico), y quedan tan bien como estaban. Bien
seguro es que no se hará otro tanto con las del Sr. Nuñez de Arce, ni con las
de ningún verdadero poeta.
Voy a terminar.
He dedicado tanta prosa al poema
del Sr. Velarde, no porque tenga, a mi entender, mas importancia que la nube de
leyendas, pequeños poemas y colecciones de todo linaje de poesías que
diariamente se exponen en los escaparates de los libreros, sin logra una mirada
compasiva del público, sino por la circunstancia de haberse leído en el Ateneo,
y haber excitado por ende la atención de la prensa. Cuando dentro de la poesía
lirica que el Sr. Velarde cultiva, yacen oscurecidos y olvidados nombres como
el de Ruiz Aguilera, el sublime cantor de las Elegías, mientras se fabrican a toda prisa monstruosas reputaciones
que deslumbran a los incautos, el deber de la crítica es avisarlos y colocar
las cosas en su verdadero sitio.
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Fuente: Internet Archive
La Literatura